Mónico
Sánchez, un español nacido en 1880 en un pueblo miserable que emigró a Nueva
York y acabó inventando un aparato portátil de rayos X y trabajando en la
telefonía sin hilos
El 12 de octubre de
1904, un chaval español de 23 años se subió a un barco en Cádiz con 60 dólares
en el bolsillo y destino a Nueva York. Su padre hacía tejas con barro y su
madre lavaba ropa por encargo en un pilón a cambio de unas monedas. El chico se
había criado descalzo en un pueblo en el que tres de cada cuatro personas eran
analfabetas, ganándose la vida haciendo recados. Sin embargo, tan sólo nueve
años después, regresó de EEUU con un millón de dólares en el bolsillo, después
de participar en la creación de los primeros teléfonos móviles, hace más de 100 años, y de inventar un aparato
de rayos X portátil que salvó a más de un soldado en la Primera Guerra Mundial.
Aquel hombre era
Mónico Sánchez Moreno (1880-1961). Su historia es tan fascinante que se ha
convertido en un ejemplo de que “en condiciones más adversas que las actuales,
es posible no sólo salir adelante, sino llevar a cabo proezas admirables”, en
palabras del físico Manuel Lozano Leyva, que acaba de publicar un libro sobre
su vida: El gran Mónico.
Mónico Sánchez
llegó a Nueva York un año después de que Thomas Edison, el padre de la
bombilla, hubiera electrocutado a una elefanta delante de 1.500 personas. Y eso
era precisamente lo que iba buscando el joven español: la electricidad. Mónico
se había criado en Piedrabuena (Ciudad Real), “un pueblo grande pero de mala muerte”,
en palabras de su biógrafo oficioso. El 75% de sus habitantes eran analfabetos
a comienzos de siglo. Era un buen reflejo de la España de la época: en 1901, en
todo el país había poco más de 3.000 jóvenes estudiando para ser ingenieros,
pero 11.000 lo hacían para ser curas. Sin embargo, Mónico, espoleado
intelectualmente por un viejo profesor de la escuela pública de su pueblo,
decidió coger todos los ahorros que había ganado, comprarse un traje y emigrar
a Madrid para estudiar ingeniería eléctrica. Ni siquiera tenía el bachiller
elemental.
Tranvías sin mulas
El joven
castellano-manchego llegó a la capital en 1901, en plena implantación del
alumbrado eléctrico y de la electrificación del tranvía. “Mónico presenció por
las calles de Madrid vagones tirados a sangre, como se llamaba entonces a la
tracción animal, con los primeros que mágicamente se movían por sí mismos”,
narra Lozano Leyva, catedrático de Física Atómica, Molecular y Nuclear de la
Universidad de Sevilla y miembro del Consejo Editorial de Materia.
Mónico estaba embelesado con la electricidad, pero su anhelada escuela de
ingenieros industriales de Madrid estaba cerrada por huelgas estudiantiles.
Entonces, tomó una
decisión insólita para un pueblerino sin oficio: decidió apuntarse a un curso
de electrotecnia a distancia, impartido desde Londres por el ingeniero Joseph
Wetzler. Era en inglés. Y Mónico no sabía ni una palabra de inglés. Pero “debió
de seguir el curso por correspondencia de una manera tan rigurosa que el
mismísimo Joseph Wetzler se puso en contacto con él”, cuenta El gran Mónico,
editado por Debate. Wetzler, que se movía en los entornos de Thomas Edison,
recomendó al joven español para una plaza en una empresa de Nueva York. En
apenas tres años de esforzadísimo estudio destrozando diccionarios, Mónico
Sánchez había saltado de un pueblo de cabras perdido en La Mancha a la que se
estaba convirtiendo en la capital cultural del mundo.
Lozano Leyva
retrata con maestría la “efervescencia inaudita” del Nueva York que se encontró
el castellano-manchego en 1904. Inmigrantes procedentes de todo el mundo
llegaban a la ciudad para construir sus primeros rascacielos, pero muchos no se
encontraban con el sueño americano. “En el río Hudson nunca aparecieron más
cadáveres de suicidas que en aquellos años”, recalca el físico.
La guerra de las corrientes
Mónico empezó a trabajar de ayudante de delineante,
pero pronto se matriculó en el Instituto de Ingenieros Electricistas, un centro
de formación profesional. Y, pronto, cumplió su deseo de ir a la universidad,
la de Columbia, para un curso de electrotecnia de unos pocos meses de duración.
Era la época de la guerra de las corrientes. Las centrales eléctricas de Nueva
York quemaban carbón y petróleo a todo gas. La energía resultante movía dinamos
que producían la electricidad. El problema era distribuirla hasta los tranvías
y las bombillas de las casas.
Edison,
propietario de la compañía General Electric, defendía la corriente eléctrica
continua, un fluir perpetuo que implicaba grandes pérdidas en forma de calor
por la resistencia de los cables. Pero, entonces, surgió otra figura
espectacular de la ciencia, el ingeniero serbio Nikola Tesla, en la empresa
Westinghouse. El científico europeo propuso utilizar una corriente alterna, en
la que el chorro varía cíclicamente. La solución era magistral, porque minimizaba
las pérdidas. Sin embargo, Edison no aceptó las evidencias e inició una
ofensiva sosteniendo que la corriente alterna era un peligro para los
ciudadanos. “Se metió en una dinámica de lo más espectacular y siniestra:
electrocutar animales en público con corriente alterna, sobre todo perros y
gatos. Llevó el asunto al extremo con la desdichada elefanta Topsy”, relata
Lozano Leyva.
Tesla, mientras, se paseaba por
teatros haciendo pasar la corriente alterna por su cuerpo en medio de una nube de relámpagos, con corcho bajo sus
pies, para mostrar que no era para tanto. “¿Fue Mónico testigo de algunas de
las crueldades de Edison o de los espectáculos de Tesla? Sin duda, porque si
atraían a todo el mundo, quien no podía faltar a ellos era alguien que llevaba
la electricidad en las venas, habiendo sido su pasión desde la adolescencia”,
opina el físico.
Máquinas para la Gran Guerra
Y en plena guerra de las corrientes, Mónico Sánchez
fichó como ingeniero de la Van Houten and Ten Broeck Company, dedicada a la
aplicación de la electricidad en los hospitales. Allí, aplicando algunos
avances de Tesla, consiguió su gran invento: un aparato de rayos X portátil.
Apenas pesaba 10 kilogramos, frente a los 400 de los equipos tradicionales. Era
una máquina ideal para la Gran Guerra que estaba a punto de estallar. Francia
compró 60 unidades para sus ambulancias de campaña.
El joven de
Piedrabuena se había ganado el respeto de los ingenieros de Nueva York. Uno de
ellos era Frederick Collins, volcado en la telefonía sin hilos o lo que es casi
lo mismo: en los teléfonos móviles. Sus aparatos podían comunicarse a más de
100 kilómetros, sin cables. El problema es que su teléfono, con un micrófono de
carbón, “se calentaba poco a poco y terminaba ardiendo al cuarto de hora o así
de estar hablando sin interrupción”, narra Lozano Leyva. La Collins Wireless
Telephone Company contrató a Mónico Sánchez como ingeniero jefe, con la
intención de vender su aparato portátil de rayos X, que pasó a bautizarse The
Collins Sánchez Portable Apparatus. Collins ofreció 500.000 dólares al
castellano-manchego por su invento.
“Ya puede entreverse la insensatez que suponía poner
un aparato de rayos X al alcance de todo el mundo sin reparar para nada en la
posible peligrosidad”, escribe en El gran Mónico el
catedrático español. Muchos de los médicos que fueron pioneros en el uso de los
rayos X acabaron con deformaciones en las manos o incluso muriendo por
leucemia.
El sueño
duró muy poco. La empresa de Collins comenzó una gran campaña de propaganda
para vender acciones, sugiriendo que la telefonía móvil en coches, trenes y
barcos ya era una realidad. Cuatro ejecutivos, incluido Collins, acabaron en la
cárcel. En su sentencia se aludía a un presunto fraude en sus demostraciones en
lugares públicos, limitadas a conversaciones breves para que los teléfonos no
echaran chispas. Cuando estalló el escándalo, Mónico ya había abandonado la
empresa.
Al lado de General Electric
De aquellos formidables shows queda una fotografía de
1909: en ella aparece Mónico Sánchez mostrando su aparato de rayos X en un
estand de la III Feria de la Electricidad, celebrada en el Madison Square
Garden de Nueva York. A su lado aparecen, nada más y nada menos, los estands de
la General Electric de Thomas Edison y de la Westinghouse de Nikola Tesla.
En
1912, con 32 años y realmente rico, el hombre que iba para analfabeto regresó a
España convertido en un emprendedor millonario. Y, entonces, se le ocurrió “un
proyecto inviable y extravagante”, como lo define Lozano Leyva: construir un
centro de alta tecnología en su pueblo castellano-manchego y fabricar allí sus
aparatos portátiles de rayos X. En 1913 ya estaba en pie el Laboratorio
Eléctrico Sánchez. El problema es que en Piedrabuena no había electricidad,
pero ese detalle no iba a detener al hombre que se puso a estudiar en inglés
sin saber inglés. Montó una central eléctrica en su pueblo, abastecida por el
carbón llegado en carros tirados por mulas. Y casi todo Piedrabuena acabó
teniendo luz eléctrica, previo pago.
Muchos de los aparatos que fabricó el inventor en su
pueblo a partir de 1913 se exponen hoy en el Museo Nacional de Ciencia
y Tecnología, con sedes en A Coruña y Madrid.
Mónico murió en 1961, cuando su nieta Isabel Estébanez
Sánchez tenía 10 años. “El final de la fábrica de mi abuelo fue bastante
penoso, porque dejó de vender y ya no tenía energía. Tenía ciertas dificultades
económicas, pero montó un cine en Piedrabuena”, recuerda su nieta, física y
profesora. Ella tiene un grupo de alumnos a los que da clases a distancia, como
estudió el gran Mónico.
OK! No hacía falta copiar tanto. Bastaba con dar el nombre de Mónico Sánchez, dos pinceladas sobre su relación con M. Curie y un enlace a la fuente de información.
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